Me duele el pecho. En sentido literal y figurado.
Figurado porque estoy llevando regumal la última pedorreta que la vida me ha hecho en la cara. Que no es tampoco que haya sido mucho peor que otras anteriores, también os digo, pero no sé... esta me ha dejado para el arrastre. Más que por intensidad por acumulación, creo yo. Cuando aguantas una leche y otra y otra y otra y de repente viene una galleta camuflada que tarda en rebelarse como tal, quieres creer que se acabó la paliza. Que tras sonar la campana habías conseguido llegar al final del combate en pie. Sin embargo, mientras estabas despistada mirando al público con los brazos en alto... ¡zas! ¡gancho de derecha y de cara a la lona! KO técnico. Y tirada en el suelo no piensas en el daño que te ha hecho el último golpe, sino en lo que te han ido debilitando todos los anteriores. En el cuerpo, sí, pero sobre todo en el alma. En el ánimo. En las reservas de energía para seguir adelante. En la cantidad de fe mínima para afrontar el futuro con un poquito, UN POQUITO, de confianza.
Y por eso decía que me duele el pecho en sentido literal. Porque mi vida repartiendo ostias como panes unida a Putin y sus bombas nucleares, la Tercera Guerra Mundial enseñado la patita por debajo de la puerta y la Inteligencia Artificial usada para todo menos para algo bueno ha disparado mi tasa de pesimismo (ya de por sí alto) a niveles estratosféricos. Parece mentira que hemos pasado una pandemia antes de ayer que nos tenía cagados a tope con lo venidero y ahora tengo aún más miedo, si es que eso es posible. Y por primera vez el terror se me ha agarrado al pecho. Lo noto ahí, estrujándome el corazón como un mono la rama de un árbol, clavándome sus zarpas.
Había leído a otras personas describir su ansiedad de modo parecido, pero nunca me había ocurrido a mi de forma física. Siento literalmente un bicho dentro de la caja torácica que apenas deja espacio para que entre el aire y poder respirar profundo. Y la verdad, no sé qué hacer.
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