Y es que yo de eso tengo para dar y regalar. Mi mala leche no es grande, es enorme, gigante, descomunal. TITÁNICA. Tengo una mala leche de flipar. No lo parece porque llevo años entrenando para controlarla y no la saco a pasear prácticamente nunca. Bueno, de hecho NUNCA. Cuando sale, no la saco yo, se me escapa.
Por suerte, apenas me ocurre. Intento evitarlo a toda costa porque salirse del tiesto me parece una falta de educación y un signo de debilidad. Si la ira se te apodera, pierdes el control. De repente no eres tú, eres un monstruo de ojos rojos que no tiene ningún poder sobre su comportamiento. No puede elegir lo que dice, cómo lo dice, en qué tono lo dice. No puede escoger las palabras, la brusquedad de los gestos, la furia de la mirada. No puede prever la gravedad de las consecuencias de sus actos Y si las prevé, se la refanfinfla.
Mantengo a mi monstruo encadenado en el sótano más recóndito de mi cerebro porque si sale, no soy capaz de volver a meterlo hasta que la ha liado parda y ya no hay vuelta atrás. Controlo a mi monstruo por mi y por los demás. Porque lo exige la educación, porque es lo que hace falta para vivir en sociedad. Por eso, cuando otros me montan pollos a mí (cosa que ocurre mucho más a menudo de lo que me gustaría) me llevan los demonios. Ellos, con sus rabias diminutas, con sus cóleras microscópicas, creen que me dominan, que me achantan a base de gritos y malas maneras. Y lo que yo pienso mientras tanto es algo así:
"Mira, débil mental. Como diría David el Gnomo, tengo siete veces más mala leche que tú. Se te pondría el pelo blanco de la bronca que podría echarte. Me aguanto porque tengo más educación, más estilo y más clase que tú. Me aguanto porque como libere a mi monstruo me va a costar la vida misma volverlo a encerrarlo. Pero en serio, por tu seguridad, deja de tocarme las pelotas, porque no sé cuánto más podré contenerme"
Madre mía, qué ganas de azuzarles mi monstruo a unos cuantos. ¡Qué ganas!
Me estoy ganando el cielo.
Por suerte, apenas me ocurre. Intento evitarlo a toda costa porque salirse del tiesto me parece una falta de educación y un signo de debilidad. Si la ira se te apodera, pierdes el control. De repente no eres tú, eres un monstruo de ojos rojos que no tiene ningún poder sobre su comportamiento. No puede elegir lo que dice, cómo lo dice, en qué tono lo dice. No puede escoger las palabras, la brusquedad de los gestos, la furia de la mirada. No puede prever la gravedad de las consecuencias de sus actos Y si las prevé, se la refanfinfla.
Mantengo a mi monstruo encadenado en el sótano más recóndito de mi cerebro porque si sale, no soy capaz de volver a meterlo hasta que la ha liado parda y ya no hay vuelta atrás. Controlo a mi monstruo por mi y por los demás. Porque lo exige la educación, porque es lo que hace falta para vivir en sociedad. Por eso, cuando otros me montan pollos a mí (cosa que ocurre mucho más a menudo de lo que me gustaría) me llevan los demonios. Ellos, con sus rabias diminutas, con sus cóleras microscópicas, creen que me dominan, que me achantan a base de gritos y malas maneras. Y lo que yo pienso mientras tanto es algo así:
"Mira, débil mental. Como diría David el Gnomo, tengo siete veces más mala leche que tú. Se te pondría el pelo blanco de la bronca que podría echarte. Me aguanto porque tengo más educación, más estilo y más clase que tú. Me aguanto porque como libere a mi monstruo me va a costar la vida misma volverlo a encerrarlo. Pero en serio, por tu seguridad, deja de tocarme las pelotas, porque no sé cuánto más podré contenerme"
Madre mía, qué ganas de azuzarles mi monstruo a unos cuantos. ¡Qué ganas!
Me estoy ganando el cielo.