lunes, 30 de agosto de 2010

Mayores, puede. ¿Maduros? Ni de coña.

Este fin de semana he estado en la playa con mis amigos de toda la vida. Nos conocemos hace un siglo y hemos hecho un millón de viajes juntos así que domino a la perfección la información básica para la supervivencia en un grupo numeroso (de éste, en concreto) que convive en un espacio pequeño.
Sé de quién hay que mantenerse alejado por las mañana antes de que se tome el café porque tiene mal despertar y a quién hay que preguntarle obligatoriamente qué quiere comer si el plan es tener la fiesta en paz durante la comida. Puedo adivinar quién se va a levantar a una hora aceptable para hacer turismo aunque nos acostemos tarde y detrás de quién nunca debo entrar al baño, porque tarda mil horas en ducharse. No tengo dudas sobre quién va a hacer la lista de la compra, ni de los que se van a escaquear de las tareas que haya que hacer ni de qué persona se hará responsable del bote común de dinero que pongamos para los gastos. Son muchos años y hay cosas que nunca cambian.
Pero otras cosas sí. Será que en mi último cumple he estrenado década o que los años no pasan en balde, pero este fin de semana me he dado cuenta de cómo nos afecta el paso del tiempo Y las pruebas son irrefutables:

-Ya no vamos de juerga todas las noches. Las que salimos volvemos antes y al día siguiente se duerme todo lo que sea necesario. Ni playa, ni piscina ni turismo ni leches. Dormir es prioritario.

-Los bares excesivamente llenos son prescindibles. Y si no hay más remedio que estar en ellos, se hace gala de una tolerancia cero a empujones y pisotones.

-Han comenzado a aparecer los pijamas de abuelo. Nada de dormir en calzoncillos o con la camiseta vieja que primero se pille. Parte de arriba y de abajo conjuntada, como debe ser.

-Meterse al agua lleva su tiempo. Muuuuucho más tiempo que antes. A no se que venga el gracioso de turno y te tire contra tu voluntad, claro, algo que pasaba antes y seguirá ocurriendo en el futuro, me temo.

Que pasen los años no quiere decir que maduremos, ni que nos volvamos serios. De hecho, para celebrar mi cambio de década, a mis amigos se les ocurrió la brillante idea de disfrazarme. Yo estuve medio de acuerdo hasta que descubrí el disfraz que me tenían preparado.

Cuando lo supe ya era demasiado tarde. Lloré, supliqué, amenacé con usar mis superpoderes, pero no sirvió de nada. Tuve que ir toda la noche de marcha vestida de conejita de Playboy. Ya os podéis imaginar los resultados. A las siete de la mañana éste era el balance:
-10.000 felicitaciones por mi despedida de soltera y mi próxima boda.
-2.000 enhorabuenas por mi feliz divorcio.
-30 peticiones de matrimonio, una de ellas formulada por una mujer.
-Siete millones de carreras por los bares reclamando que me devolvieran mis orejas. "Se mira pero no se tocaaaaaa"
-Reservas de vergüenza disponibles: cero. Se me gastó toda aquella noche.
Madre mía, qué cumple. Ni me quiero imaginar lo que me espera dentro de otros diez años.

5 comentarios:

  1. Te puedo asegurar que sí, que los síntomas que describes nos pasan a todos cuando cambiamos de década. Con superpoderes o sin ellos, los treinta no son los veinte...

    Y si te hicieron eso para tu cumpleaños, ardo en deseos de que cuentes tu despedida de soltera...

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  2. Yo también quiero llegar a los 30 y poder decir que mis amigos quieren disfrazarme de conejita, aunque en mi caso, al ser un tío, quedaría bastante bizarro y de mal gusto.

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  3. Zor, tú querrás que cuente mi despedida, pero yo no lo quiero ni pensar XDDDD

    Aitor, sí, a lo mejor el disfraz de conejita llevado por un chico pierde un poco...

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  4. Speedy, lo del disfraz de conejita demuestra que cumplir años es obligatorio, pero sentirse mayor opcional. Aunque te pongas el pijama conjuntado para dormir mil horas después de una marcha XD

    ¡Felices veinte tacos!

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  5. Gracias Zorro, la verdad es que lo del disfraz me quitó unos años de encima... y a lo mejor también me restó otros cuantos años de vida, de toda la vergüenza que me hicieron pasar

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¡Eh, no te vayas sin decir nada! No tengo el superpoder de leerte la mente.